sábado, 3 de octubre de 2015

I

No es un día fuera de lo normal; de hecho puedo decir que es demasiado acorde a lo que estoy acostumbrada. Pero no es la idea de la cotidianidad o la costumbre, no; son las nubes que las siento más abajo de lo normal, sobre mi cabeza. Siento el gris y los rayos, la electricidad que choca premeditadamente ya que por orden natural en los próximos diez minutos (o tal vez menos) se largaría a llover.
No son mis dedos duros por el frío, ni el dolor que causa la sangre que vuelve a correr por los mismos, no. Son mis manos que tiemblan bajo la lluvia porque perdí el último colectivo que me llevaba a casa; son mis manos que tiemblan sosteniendo los pocos billetes que me quedaban, agrupados  en un bollo junto con un cigarrillo hecho pedazos. Mis manos, que a lo largo del día temblaron un total de quince veces (porque las conté); quince veces que para mi, fueron más que suficientes.

Tampoco era la cuestión en si de morirme de frío, ni la lluvia inundándome las zapatillas que recorrieron varios recitales y kilómetros, mis zapatillas de guerra al fin y al cabo. Sobre ellas me pegaron, me quemaron, me insultaron, me abrazaron, me olvidaron en un cajón, recordaron mi nombre, me agradecieron, me desmaye y seguramente vomité. Era mi burda memoria la que me lastimaba más que cualquier otra cosa; el recuerdo vivo que me quemaba como el fuego y que me consumía dignamente como si estuviese en el infierno.

  Si antes mis manos habían temblado quince veces, entonces, mis piernas se aflojaban un total de diez. Estaba varada en el Luna Park y el cartel rojo de neón destellante (como la sombría buenos aires) me recordaba que tan desdichada me sentía (o abandonada tal vez) porque para mi, estar sola era una costumbre recurrente. Tarde o temprano todos debían irse, tarde o temprano yo debía enfrentarlos y abrir la boca; pronunciar palabra. Debía internarme en lo profundo de mi mente buscando una excusa para poder largarme de allí; un lugar al cual yo sentía no pertenecer. Caminé apurada por avenida corrientes, que a estas horas parece más un basurero para almas sin hogar en busca de la muerte que otra cosa. Pero ahí estaba yo también, un poco irónico.

Una vez me dijeron que mis ojos son negros como un pantano, aburridos como una película de amor y desolados como el desierto. Buenos Aires a las dos de la mañana es así también, negra como un pantano, aburrida como una película de amor (pero nos quedamos hasta el final por mera educación) y desolada como el desierto. ¿Acaso había algo en mi que no fuese negro y aburrido? agité la cabeza mirando al obelisco. La precisión con la cual se mantenía en su lugar me perturbaba, porque más que monumento parecía una pija, una pija de un gordo alcohólico que seguramente le pega a la hija o vive en la esquina de la casa mirando culos de colegialas. Porque así era Buenos aires después de todo, una pajereada por donde se la mire.

El metrobus es esa línea amarilla que divide al pecado de la pobreza, a los muertos de los vivos y al tráfico de mis ojos.

¿Me está mirando? Si, me esta mirando, pero no solo me está mirando si no que también debe hablar de mi en su mente, sobre lo mal que estoy peinada, o lo poco agraciada que soy al moverme. También debe notar y anotar en su cerebro que mal combino la ropa o que estoy más cerca de pararme como hombre que de lucirme como mujer. Escondo mis manos porque estoy segura de que las va a ver temblar, y se va a hacer mil ideas. O peor, va a verme los dedos rojos y curtidos después de pelearle a la pared. Me pongo de espaldas pero la mirada aún la siento clavada en la nuca perforándome la columna y tirándome al suelo, me está mirando, me está mirando y no puedo decirle que pare porque antes de darme vuelta ya siento que estoy muerta y que no hay oportunidad de arreglar lo irremediable.